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Foto propiedad de Eric Shwimmer. |
La del sur fue la primera carretera construida
para comunicar, funcionalmente, la capital de la República con el puerto de
Amapala. Allá llegaban las misiones extranjeras, luego en pequeñas
embarcaciones se aproximaban a tierra firme para después, salvando peripecias,
encaminarse a Tegucigalpa. En la administración del presidente general Terencio
Sierra (1898-1902), se dio inicio a los trabajos de tan importante vía de
comunicación. El trazado inicial era diferente a lo que los viajeros recorren
actualmente.
Tenía yo diez años cuando mi padre me trajo a conocer Tegucigalpa. El
recorrido, partiendo de Choluteca, fue lento, la carretera polvorienta y, el
medio de transporte, un camión con carrocería de madera, al que le adaptaban un
asiento para los pasajeros detrás del motorista, a cuyo lado viajaba el
propietario del vehículo. La parte de la Panamericana estaba aplanada, pero de
Jícaro Galán para acá, a pesar de la pesada carga, el camión zangoloteaba a los
pasajeros.
Cuando se comenzaba la empinada pendiente, después de cruzar el Puente Real, el
motorista hacía los cambios de velocidades pertinentes. El dueño le decía:
“Meté la segunda, ¿no oís que el motor va ronroneando?”. Después se escuchaba:
“Poné la primera, que esta cuesta es quemadora de carros”. Yo no entendía aquel
lenguaje, pero mi padre me explicaba, con palabras sencillas, cómo funcionaba
el motor del carro. Al rato, el chofer, con voz de capataz, le gritaba al
ayudante: “Poné bien la cuña” (un trozo de madera atado por un cordel y que
colocaba detrás de las llantas traseras). “Para mayor seguridad, seguía
gritando, ponele una piedra a las llantas del otro lado”.
Parado el vehículo, el motorista levantaba el capó y dejaba que se enfriara un
poco el motor para después ponerle agua al radiador. Parte de las obligaciones
del ayudante era rociar con agua a las gallinas que transportaban en la parte
trasera del camión; algunas, sofocadas por el calor, morían en el trayecto y
las arrojaban al lado de la carretera.
Proseguimos el lento recorrido y, al divisar una enorme cruz, en La Estrechura,
cerca del Sauce, mi padre -con voz trémula- se apresuró a decirme: “En ese
abismo fracasaron siete jovencitas que estudiaban en la Normal Central de
Señoritas; fue una tragedia, agregó, pues eran muchachas que se estaban
preparando para llevar el pan del saber a los niños de nuestra patria”. El
motorista no quiso detener el camión, como yo le pedía, pues el dueño dijo que
veníamos con retraso. Llegamos a la capital cuando ya se miraban las luces del
tendido eléctrico y para mí resultaba maravilloso ver tanta iluminación cuando
pasamos por La Granja y luego por El Obelisco. En el pueblo nos alumbrábamos
con lámparas y, cuando en la noche salíamos de la casa, usábamos un foco de dos
o tres baterías.
Todo esto se lo narré el domingo pasado al periodista Mario Hernán Ramírez. Él
me escuchó atentamente y me hizo algunas observaciones de tipo geográfico;
luego me mostró una recopilación de trabajos, titulada “CORONA FÚNEBRE,
consagrado a la memoria de las ALUMNAS NORMALISTAS que fallecieron el 14 de
julio del año 1929”. Elsa Ramírez, su esposa, me obsequió una copia, la que he
leído detenidamente y desde ese día mi pecho se siente inundado por un profundo
sentimiento de pesar. Ceferina Artica, Clementina Cardona, Ramona Zúniga,
Felícita Pastrana, María Inés Zepeda, Francisca Velásquez y Manuela Gómez se
llamaban las fallecidas.
Cuando las jóvenes estudiantes, muy temprano, partían para la excursión, el
demócrata presidente de la República, Dr. Vicente Mejía Colindres, se dirigía a
pie hacia Toncontín y las normalistas desde los vehículos en que se
transportaban le hacían saludos afectuosos al mandatario de la nación. El
presidente, al enterarse de la tragedia, se dirigió con cercanos colaboradores
al sitio del accidente y, como médico, brindó auxilio a muchas de las heridas.
Toda la sociedad hondureña se estremeció ante la infausta noticia y miles de
personas patentizaron su dolor ante familiares y autoridades. Se pronunciaron
conmovedores discursos fúnebres, se escribieron sentidas notas luctuosas, así
como emotivos poemas alusivos a la tragedia nacional. El profesor Víctor F.
Ardón, desde La Ceiba, escribió un extenso poema, del cual tomamos estos
cuartetos: “Las que vio la mañana despertar bulliciosas,/el catorce de julio de
este año fatal,/ entre rezos, suspiros, llantos, lirios y rosas,/regresaron ya
muertas a su amada Normal./Y lloraron los hombres… y los niños lloraron…/a las
madres extrañas, el delirio invadió!/Y todo era sombrío… las campanas
vibraron,/Y Honduras, absorta, de dolor se vistió”.
Dagoberto
Espinoza Murra